Lápices que no Pudieron Romper

24 de marzo

Para que la memoria no sea un eslogan, sino un fuego.


Los vi.

Con mis ojos de tinta.

Con mis párpados hechos de papel amarillento,

con mi alma de palabra.

Los vi.

Entraron como sombras de acero oxidado,

con la patria embalsamada en un charco de petróleo,

con los dedos manchados de pólvora y cobardía.


Dijeron “orden”.

Dijeron “paz”.

Dijeron “Dios”.

Pero lo que escuchamos

fue el tableteo de los fusiles

cruzando el corazón de un poema inacabado.


Se llevaron cuerpos,

pero olvidaron que el lenguaje no sangra.

Se llevaron nombres,

pero dejaron la palabra.

Se llevaron casas, madres, abuelas, bebés.

Pero no pudieron llevarse el recuerdo.

Porque el recuerdo es verbo,

y el verbo se hizo carne.


Y la carne grita.

Grita en las marchas.

Grita en las plazas.

Grita desde las cunas robadas,

desde los dientes flojos de una abuela

que no olvida ni en su Alzheimer.


Treinta mil.

Treinta mil.

Treinta mil.

No son una cifra,

son un ejército de fantasmas justos

que caminan entre nosotras

cada 24 de marzo.

Y todos los días.


Hoy,

un hijo de la palabra escribe.

Una hija del lenguaje llora.

Un nieto recuperado se peina con rabia.

Un testigo rompe el silencio que le impusieron a palos.


Hoy,

las falacias tiemblan.

Los hombres de paja se prenden fuego con nuestras metáforas.

Y la mentira se ahoga

en el mar de un poema que no puede ser contenido.


Porque no se mata una idea.

Porque no se desaparece un sueño.

Porque no hay bala que detenga

a un verso decidido a vengar la vida.


No fue guerra.

Fue exterminio.

No fue orden.

Fue saqueo.

No fue patria.

Fue empresa.


Y mientras Kissinger dormía tranquilo,

las cunas lloraban en casas ajenas,

los huesos se escondían en el barro,

y el amor era delito.


Pero no.

No pudieron con todo.


No rompieron los lápices.

Los doblaron, sí.

Les quebraron las puntas.

Les arrancaron las gomas.

Los afilaron contra el suelo.

Pero no pudieron romperlos.


Y hoy,

cada lápiz escribe

el nombre de su dueño

en mayúscula,

en pancarta,

en graffiti,

en carta a la abuela,

en canción de cuna,

en tatuaje sobre la piel,

en poema que late en los muros de la memoria.


Nosotras somos eso.

El poema que no pudieron quemar.

La metáfora que sobrevive a las torturas.

El grito que se hizo flor.

La flor que se hizo madre.

La madre que se hizo historia.

Y la historia, mi amor,

la escribimos nosotras.


Así que tiemblen.

Tiemblen los negacionistas,

tiemblen los gorilas de corbata,

tiemblen los cobardes que repiten discursos prestados.


Porque esta vez,

la palabra vino con ovarios.

Y con voz.

Y con poesía.

Y con amor.


Y no van a poder desaparecerla.


Nunca más.


Francisca Chavez



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